El amor de Dios, que ha brotado del costado abierto de Cristo traspasado por la lanza, en símbolo de “sangre y agua” (Jn 19, 34), es esa fuente inagotable de la que “manarán ríos de agua viva” (Jn 7, 38). A la samaritana Cristo le prometió que se convertiría en un “surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14). Su abundancia es como la de ese río de agua que describe el profeta Ezequiel, que discurre por el lado derecho del templo (Ez 47, 1) inundándolo todo con su crecida y dando vida por donde pasa.